Yo sabía que, tarde o temprano se encontrarían, ya que el lagarto vivia en el buzón.
Una de las condiciones que le pusimos para que se quedara era que no podía morder ni asustar a nadie. Y lo estaba cumpliendo. Nunca había mordido a nadie, pero lo de asustar era más complicado.
Él no quería, pero era inevitable, imposible de controlar. Un día pegó un susto de muerte a mi madre, la abuela Antonia, que se lo encontró de repente al ir a tocar el timbre.
En otra ocasión fue a Claudia y a José Angel. Acababan de bajarse de su coche y como iban jugando y hablando entre ellos, José Angel se apoyó en el muro y el lagarto, que ya se veía aplastado, les chistó:
-¡Cuidado chicos, que me chafáis!
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